El velorio
Fred Romano Barcelona 1998
Llegué al velatorio tarde a propósito, porque al tipo ese, que había fallecido en otra ciudad, no se sabía muy bien a qué hora le iban a llevar a la casa. Yo sólo quería cumplir, dar un pésame breve y largarme por piernas, que a mí nunca me gustaron las cosas de muertos. Pero cuando me presenté en el lugar, pues fíjate, resulta que todavía no había llegado el fiambre. Me invitaron a entrar en la pequeña sala que habían habilitado para dejar el féretro y me senté en una de las sillas junto a la pared. Antes pude ver a la viuda, una señora mayor, en la habitación del fondo, pero estaba llorando acompañada de las que supongo que eran sus hijas o sus nueras y no me atreví a acercarme para darle el pésame, así que no tuve más remedio que entrar en aquella claustrofóbica habitación que ya olía a muerto. En cuanto se acercara la pobre mujer a la puerta, un lo siento mucho, un así es la vida y hasta luego Lucas.
Fue un accidente de trabajo, dijo el hombre de bigote que tenía justo frente a mí. Estaba trabajando en una obra en la capital y le cayó algo encima aunque en lo que le cayó no se ponían de acuerdo los presentes. Lo que parecía claro era que lo que fuera le dio en la cabeza y lo descalabró, pero conforme avanzaba la conversación y nuevos contertulios se incorporaban a la misma el objeto en cuestión fue aumentando amenazadoramente su tamaño y su consistencia, y se llegó a un punto en el que el pobre hombre había muerto completamente aplastado. Joder, espero que lo traigan con la tapa del féretro cerrada, pensé. Menos mal que el hombre del mostacho cambió el curso de la plática, que había tomado unos tonos excesivamente morbosos. Empezó haciendo algún comentario sobre el tiempo, algo lluvioso aquellos días, y después contó una anécdota sobre lo que le pasó anteayer en su trabajo. En pocos minutos el ambiente se había distendido. Qué hábil había sido ese individuo… Tenía un bigote antiguo, de galán de las películas mexicanas de antes, una mirada algo mustia y desabrida que le daba un porte de persona ilustre venida a menos y un flequillo apelmazado sobre la frente que describía una curva como dibujada con un compás. Indudablemente ese hombre tenía un don natural para conducir velatorios, y lo seguía demostrando. Por ejemplo, cuando una de las mujeres empezó a colocar los cirios alrededor del lugar en el que colocarían el féretro porque no tardaría en llegar: el señor del bigote respondió que no, mujer, que así no podía ser. Los muertos siempre hay que colocarlos con las piernas apuntando hacia el exterior de la vivienda, porque si no se estaría incitando a la desgracia y otra muerte podría cebarse en aquella familia. Él mismo conocía de algún caso en el que no se cumplieron estos necesarios protocolos y no tardó más de una semana en morir uno de los primos. Cómo no, todos en la habitación asintieron y colocaron los cirios y las flores en la posición correcta, la que el señor del bigote había propuesto... A cada suspiro de lamento ese individuo respondía con la frase de consuelo más adecuada y marcaba con elegancia el ritmo de las conversaciones, no permitiendo que los silencios se alargaran demasiado ni que las conversaciones se animaran más de lo apropiado.
Entonces la viuda asomó por la puerta. Ya estamos con que la abuela bebe, pensé. Y efectivamente, supongo que por aquello de apaciguarle su dolor le dieron un par de copitas de coñac, o tres, o cuatro, o simplemente había agarrado la botella y se había puesto a beber a morro. Un día es un día, y más un día como aquel. Entró cantando una de aquellas canciones de la guerra que decían cosas en contra de los curas, marcándose unos pasitos de baile, con dos de las hijas, o nueras, tratando de agarrarla por la espalda. Otras dos mujeres que había en la sala se levantaron e intentaron calmarla, pero lo único que consiguieron fue un “¡Dejadme, guarras hijas de puta!” que me puso el vello de punta. La viuda se puso a despotricar precisamente contra esas dos mujeres que trataban de ayudar y les decía que no eran más que unas zorras que se habían acostado con el cabrón de su marido, no una, sino mil putas veces. Pero las señoras, lejos de acobardarse, cambiaron el registro de plañideras afligidas a fruteras de mercado y, con los brazos en jarra, respondieron a la provocación con más insultos, diciendo que y tú qué, so mojigata, frígida de mierda, que nunca le hiciste disfrutar al santo de tu marido, que en paz descanse el desgraciao, y que ni si quiera tú sabes quién es el padre de tu hijo el pequeño. Se engancharon por los moños, se rasgaron los vestidos, se arañaron la cara y los presentes saltaron hacia la piña que habían formado, tratando de separarlas. Todos los presentes menos yo, claro, que estaba helado, aferrado a mi silla, completamente abrumado por la escena: unas señoras de la edad de mi abuela se estaban zurrando frente a mí, confesándose a gritos mil y una indecencias. Pero entonces miré al señor del bigote. El tampoco se había levantado, en medio de aquella confusión el tío estaba sereno, conservaba su mirada plácida, su porte elegante, su mostacho impecable. La visión de ese buda con bigote me tranquilizó. Entonces se incorporó, y con movimientos firmes y eficaces fue apartando una a una a las personas que trataban de ayudar en la trifulca. Cuando llegó a su núcleo levantó la palma de la mano y soltó tres espeluznantes bofetadas, ¡Pim!, ¡Pam!, ¡Pum!, una por cada una de las promiscuas abuelas…
Llegó la paz... Las mujeres se sentaron y rompieron a llorar. El señor del bigote se acercó y las consoló con palabras que sólo ellas pudieron escuchar, pero que de alguna forma también nos reconfortaron a todos. Apenas unos minutos después del clímax de la pelotera comentó que para el fin de semana se esperaban cielos poco nubosos aunque con probables brumas y nieblas matinales.
No sé como acabó el velatorio porque aproveché una escapada al baño para huir como un cobarde, pero, aunque han pasado ya varios años, todavía recurro a la imagen del señor del bigote como terapia anti-stress: en cuanto veo que me pongo nervioso cierro los ojos y me lo imagino sentado frente a mí dedicándome palabras de consuelo o recitándome monótonas predicciones meteorológicas. Y si la cosa se pone fea, pues nada, acaba soltando dos buenas hostias.